No deja de
entristecerme lo tranquilo que duermo cada noche del 5 de Enero.
Desde hace ya muchos años, se me hace corta, como casi todas las
noches, a pesar de que antaño se me antojaba eterna y
realmente interminable.
Yo siempre
creí en los Reyes Magos, y aunque opinaba que aquello de la
cabalgata era un rollazo. A
Sus Majestades las veneraba, ayudado quizás por los maravillosos e
increíbles sucesos que me narraban mis padres sobre el poder de
estos y lo
grandioso de su magia, bondad y amor a todos los niños.
Hasta que
nació mi hermano pequeño, yo era el encargado de abrir la puerta
del salón en la mañana del 6 de enero, aquella puerta que señalaba
el camino hacia la ilusión y la felicidad, que no volvería a llegar
hasta el próximo año.
Mis padres y
hermanas siempre me cuentan que cuando nació mi hermano pequeño, yo
sentía celos. De corazón les confieso que nunca albergué tal
sensación en mi imberbe inocencia. Quería a mi hermano; el problema
por lo visto es que no ejecutaba cabriolas de alegría el día que me
enteré de su llegada al mundo y que me fastidiaba no poder jugar con
mis amigos en casa porque hacíamos mucho ruido y él estaba dormido
y era muy pequeño y podíamos despertarlo, pero sí he de reconocer
que me dolió la primera vez que fue él el encargado de abrir la
puerta de aquel maravilloso salón en casa de mis padres. Desde
entonces nada volvió a ser lo mismo.
Parte de
aquella bendita ilusión se había esfumado, amparada quizás por una
natural progresión de conciencia y una mera cuestión de edad que
iba mostrando lo obvio de la situación.
Al contrario que muchos niños, nunca me sentí traicionado, ya que de una forma u otra siempre he creído en la magia en sí y en la ilusión que producen los Reyes. Quizás el problema sea que estamos matando poco a poco la ilusión.
Al contrario que muchos niños, nunca me sentí traicionado, ya que de una forma u otra siempre he creído en la magia en sí y en la ilusión que producen los Reyes. Quizás el problema sea que estamos matando poco a poco la ilusión.
En un mundo
como el nuestro en donde cada vez hay menos niños y parecen ser
éstos una molestia más que una bendición, no solemos tener reparo
ni discreción a la hora de realizar nuestras compras. Existe una
especie de necesidad en esta sociedad, no sé si consciente o no, de
impulsar insistentemente a los niños hacia la edad adulta. Entre
todos, adultos, televisión y centros comerciales, transformamos poco
a poco ilusión e inocencia en realidad y practicidad. En algunos
anuncios de la tele de juguetes aparece el precio en cuestión, y en
montones de centros y jugueterías muestran cartelones en plan
“Reserven aquí sus regalos de Reyes”.
Muchos padres
sin pretenderlo han sido responsables de la temprana pérdida de
inocencia por su poco sentido de la discreción o cuidado, algo que
nunca ocurrió en mi casa. Como diría “Helen”, la esposa del
revendo “Lovejoy” en “Los Simpson”: “¿Y los niños? ¿Es
que nadie piensa nunca en los niños?”.
Como niños
nos queremos sentir todos estos días, pero no es fácil, y menos con
la que está cayendo y la que se avecina. El pasado 5 de enero,
momentos antes de comenzar la jornada en mi trabajo, me vi
sorprendido por una especie de mesa redonda en la sala de descanso
donde varios compañeros recordaban con nostalgia y dulce sonrisa,
cómo preparaban sus zapatos la noche del 5 de enero, y las
delicatessen
con la que obsequiaban a Sus Majestades.
Mi menda, como
en los últimos años por estas fechas, estaba gruñón y de mal
humor, así que escondí mi rostro tras una de esas estúpidas
revistas de corazón, como si me interesara muchísimo que Chenoa
vuelve a estar soltera, tapando mi cara mientras me empapaba de todo
y me envolvía un anhelo de tristeza y de melancolía. No quise
participar en la conversación, así que se lo cuento a ustedes
ahora.
Mientras
muchos de mis amigos les dejaban leche o café con leche y galletas,
e incluso cubos de agua para los camellos, para mí, lo normal era
dejar unos cigarros y qué se yo, un buen wiskazo o bebida de licor.
En el fondo mi padre, aunque no alcanza mi sentido del humor, a su
manera siempre ha sido un cachondo mental.
-¡Hay que ver
la de colillas que hay! ¡Y se han trajinado media botellita! -
Exclamaba asombrado y divertido ante el buen fumar y la implacable
sed de sus graciosas Majestades. A mí que a los Reyes les gustara
fumar y beber whisky me parecía lo más normal del mundo. ¡Qué
tiempos! Si eso ocurriera hoy y se enteraran los servicios sociales,
a mis padres les retiraban la custodia, fijo.
La pasada
noche de reyes volví a sentirme como un príncipe destronado, al que
le han robado la ilusión. Será que todavía no hay niños pequeños
por casa que te obliguen a disimular y a participar en la alegría
del momento, a insistir en la magia y en la ilusión y a volver a ser
un niño feliz a través de sus asombrados ojos rebosantes de
entusiasmo y fascinación. Les confieso que en el último instante me
traicionó el subconsciente y dejé junto a los zapatos una botella
de LOCH LOMOND y tres vasos.
No me sorprendió nada comprobar que
estaba intacta a la mañana siguiente. No sé en qué estaría
pensando, pero existen momentos, en que a pesar de aceptar que ya no
somos niños y sobrellevar con dignidad el paso del tiempo, uno no
puede dejar de pensar que Melchor, Gaspar y Baltasar acudirán algún
día al rescate en pos de la ilusión y la magia perdida que el niño
de ayer no supo contagiar al hombre de hoy.
Publicado en Diario HOY el 08/01/2012
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