Es muy posible que ahora mismo, en esta mañana de domingo, mientras usted, desocupado lector (que diría el gran Miguel de Cervantes en el prólogo de la obra más grande y universal) lee y disfruta mi artículo, mi madre esté telefoneando a mi casa para despertarme de esta guisa: «Kike hijo, te llamo para decirte que son las 12 que deberían ser las 11».
Evidentemente se trata de una broma que nos venimos gastando mi madre y yo hace siglos, pero como toda broma tiene un origen tan cierto como tronchante.
Mi madre siempre ha sido muy pesadita con el cambio de hora. El último domingo de octubre siempre se pasaba el día con la misma canción «pues son ya las 5. que deberían ser las 6», soltaba como quien no quiere la cosa. «Pues no mamá», contestaba yo algo molesto, «¡son las 5 y punto! Ni hora nueva ni vieja; se cambia la hora y ya está. No hay que darle mas vueltas». Razonaba mi menda a sabiendas de que no sería suficiente. «Si ahora son las 5, pues son las 5 y se acabó», «que deberían ser las 6», apuntillaba mi madre con malicia a sabiendas de que este tema me sacaba de quicio. Así se pasaba meses, hasta que el último domingo de marzo empezaba de nuevo con la cantinela: «Ay que ver hijo, son ya las 9., que deberían ser las 8».
Mi padre tampoco es muy amigo del cambio de hora y por estas fechas siempre tenemos la misma discusión. «Ya estamos con la tontería esa del cambio de hora de las narices», se queja molesto. «Pero papá, parece mentira con lo culto que tú eres que hables así. ¡Existen estudios que demuestran que el ahorro energético es de unos 100 millones de euros!» «Bah», exclama mi padre. «A mí esto del cambio de hora siempre me ha parecido una frivolité (con 'g', como diría Rodríguez Lara) como la copa de un pino». Todo queda dicho, para mayor gloria de la expresión y la literatura, y yo me quedo con una cara de tonto pensando ser la única persona normal del planeta.
Mi tío Juan Carlos, que es muy novelero y que tampoco le hace mucha gracia que le cambien la hora, me viene siempre con el mismo cuento de las gallinas. «Pues una hora menos se nota ¿eh? Que las gallinas los días que se cambia la hora no ponen huevos». Y me lo dice así, cual tesis doctoral, como si me estuviera explicando la teoría de la relatividad. «De acuerdo Juan Carlos, pero ni tú ni yo somos gallinas, y a día de hoy no se conoce estudio alguno que demuestre nuestro impedimento para poner huevos, se cambie o no la hora, por lo tanto no me fastidies con lo de las gallinas otra vez».
Yo no sé si será este un tema tan a apasionante como para que alguien lo investigue, pero a mí me parece que no hay que darle más vueltas a una cosa tan simple como es adelantar o atrasar la hora para ahorrar energía y para permitirnos disfrutar más horas de luz solar. De la misma manera que les cuento que hay estudios que demuestran el indudable ahorro energético que nos produce este cambio, hay cientos de estudios que vienen a revelarnos cosas tan absurdas como que el cambio de hora incrementa el número de infartos, crea más estrés, trastornos en la alimentación, estreñimientos, problemas del sueño.
No sé, será que mi novia y yo somos muy simples, pero lo único bueno que le vemos al cambio de hora es que cuando se hace en invierno, esa madrugada de sábado a domingo podemos dormir una horita más y nos encanta, y en verano que los días son más largos y disfrutamos de más luz. Qué ganas tiene la gente siempre de ver problemas donde no los hay.
Ya les contaba anteriormente que somos prisioneros del tiempo. Pero voy a confesarles otra gran verdad. El tiempo no existe. Nos lo hemos inventado nosotros, los seres humanos, para organizarnos y punto, y el hecho de modificarlo dos veces al año para ahorrar energía no debería cuanto menos crearnos tantos problemas. Todo esto viene por las tonterías a las que los estudiosos se dedican ahora. Antes, cuando no había tanto estudio inútil, la gente cambiaba la hora y el hecho no dejaba de ser una mera anécdota, ahora con las chorradas que se inventan y el desproporcionado hipocondriaquismo existente entre las masas no dejamos de pensar en cuantas desgracias pueden asolarnos por la estupidez del cambio de hora.
Pues no se preocupen. Tómense una pastillita para los gases, otra para el sueño y no se muevan mucho, no vayan a sufrir un infarto, pero por Dios, se los ruego, si por cualquier motivo hoy no son capaces de poner un huevo no acaparen los servicios de urgencia, que están para las cosas serias. ¡Y para las personas normales! ¡A ver si nos vamos enterando!
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