En
mi adolescencia, la edad del pavo que la llaman, y de la vergüenza
ajena, comencé a ser consciente de lo poco apropiado, o incluso, me
atrevería a decir poco práctico, que resultaba aquello de juzgar al
prójimo a primera vista.
E
insisto en definirlo cómo poco práctico por las continuas y
repetidas equivocaciones con las que tropezaba al hacerme una idea de
cómo podría ser una persona que acababa de conocer.
Al
final resultaba casi divertido, y llegaba a pensar. “Este tío,
menudo gilipollas, y seguro que al final va y hasta me cae bien...”
y así ha sido en muchísimas ocasiones.
Conocer
a Ángel Manuel Gómez Espada, mi archi-conocido amigo “el poeta”,
quizás vendría a ser de las pocas excepciones que confirman esta
particular regla, aunque siempre siguiendo la máxima que asegura que
los mejores amigos son los que todavía están por llegar.
John Lennon insistía en que la vida es aquello que transcurre cuando te
haces mayor, pero se le olvidó añadir que la gente a la que conoces
y a la que llamas amigo, pueden sin duda contribuir a enriquecerla, e
incluso como a él mismo le ocurrió, a modificar tu propio destino.
Hace
alrededor de 10 años, inmerso en una escuela donde nos formábamos
los que íbamos a ser la primera promoción de Croupiers del Gran Casino de Extremadura, se nos avisó de la llegada de un nuevo
monitor, que sin duda contribuiría a aleccionarnos sobre nuestra
futura profesión.
Entre
tanta seriedad y rigor a la que estábamos acostumbrados, Ángel
apareció un día por las puertas con aquella corbata de Garfield y
ese aura de juventud y frescura que nos embaucó y desconcertó casi
a partes iguales.
En
cuanto tuve ocasión de observarle, escuchar el sonido de su
particular voz, su manera de desenvolverse y aquella sonrisa continua
y casi contagiosa supe que sin duda era uno de los míos. “Este tío
es un cachondo mental”, pensé, “haremos buenas migas”. Y así
fue, aunque les confieso que jamás sospeché cuantas.
Angel Manuel Gómez Espada, escritor y poeta, cinéfilo, fotógrafo,
melómano (aunque le echo en cara constantemente que no se ha
detenido del todo en la discografía de los cuatro de Liverpool) y en
especial, gastrónomo entusiasta, es sin lugar a dudas (y no lo
afirmo yo sino la crítica especializada) una pluma fresca, ácida,
nueva, irónica y hasta entrañable y poética, por lo tanto
altamente recomendable.
No
pretendo en este acto, porque entre otras cosas no sabría cómo
hacerlo, realizar una introducción o profundo análisis de su
brillante obra literaria, ni siquiera de la obra que hoy nos ocupa,
este “Cocinar el Loto” ya que aunque dispusiera de tan peliagudo
talento sería imposible que me mostrara imparcial.
Para
tal fin tenemos la inmensa fortuna de contar hoy nada menos que con
José María Cumbreño Espada, con quien es un innegable placer
compartir esta presentación.
Pero
sí les reconozco que desde que Ángel irrumpió en mi vida, ya no
leo ni concibo la poesía de la misma forma.
Yo,
que solo transigía con el bueno de Gustavo Adolfo, el poeta de los
enamorados, o con las inspiradoras coplas de Jorge Manrique, o si
acaso los sonetos de Quevedo, y en algunas ocasiones con San Juan de
la Cruz, he aprendido de la poesía de Ángel muchas cosas y algunas
de ellas me emocionan profundamente.
Sin
duda, la más importante, como él siempre insiste, es que la vida es
una cerveza con los amigos, o un vino, que de eso él sabe bastante,
y doy fe de su magnánima bodega, compartida siempre con sus seres
queridos.
La
otra, y no de menor relevancia es la que asegura (y no puedo estar
más de acuerdo) que los seres humanos somos necesariamente mucho más
dichosos buscando y hallando la felicidad en los placeres más
sencillos.
En
las primeras páginas de este libro nos encontramos con una cita de
Juan Cuetos que paso a leerles:
“Cuentan
las leyendas del norte de África que cuando un extranjero come el
fruto del loto se olvida de su patria. A esos amnésicos los llaman
lotófagos y es
fama
que siempre fue el postre preferido de la raza de los cosmopolitas”.
Al igual que afirma José Daniel Espejo en el prólogo no creo que exista ese loto para Gómez Espada, ni siquiera yo, tintinófilo reconocido, me lo imaginaría en el Loto Azul, aquel fumadero de opio para olvidarse de nadie o de nada.
A
Ángel siempre me lo imagino paseando, fotografiando personas o
lugares, o quizás observándolos desde un banco en un parque o en
cualquier café y de ahí nace sin lugar a dudas esta particular
poesía, que más que poesía no deja de ser una vez más, una manera
de entender y disfrutar la vida.
Así
como mi querido Tintín nunca olvidará aquel encuentro en Sildavia,
donde escuchó por primera vez a la Castafiore interpretar el Aria de
las joyas del “Fausto” de Gounod, yo nunca podré olvidar
aquellos primeros encuentros con Ángel Manuel Gómez Espada, en los
que pasamos de profesor/alumno, a compañeros, y poco más tarde a
amigos de toda la vida.
Espero
que el tiempo, ese puñetero fiscal implacable, nos permita seguir
cocinando juntos mucho tiempo, el loto y lo que haga falta.
Mis
humildes versos nunca estarán al nivel de los suyos, pero él, como
buen poeta, sabe que las palabras llegan más hondo al corazón
cuando son tan limpias y puras como la nieve.
Momento de la presentación de "Cocinar el Loto" de Ángel M. Gómez Espada. FOTO: Sonia Marques |
Anímense
a cocinar el loto con “el poeta” y un último consejo, vayan
haciendo hueco en la estantería, porque la obra de Ángel les
gustará, y este cocinar el loto no es sino uno más en su extensa obra bibliográfica.
Discurso de Enrique Falcó en la presentación de Cocinar el Loto, de Ángel Manuel Gómez Espada. Badajoz
13 de Junio de 2014. Gran Casino de Extremadura. Salón Mérida.
Entrevista de José María Cumbreño a Ángel Gómez Espada
Audio de la entrevista en el programa Cosas que Pasan de José María Da Silva en Canal Extremadura Radio
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