La de San Juan es sin lugar a dudas, la feria más grande e
importante de Extremadura. Y no solo porque acoja a miles de ciudadanos, tanto
extremeños como del resto de España, y a un importante número de vecinos
portugueses.
San Juan es importante por lo que significa para los ciudadanos de
Badajoz. Como pacense, cuando pienso en La Feria de San Juan, o escribo y
converso sobre ella, lo primero que viene a mi cabeza son buenos recuerdos, de
diversa índole, pero siempre gratos y reconfortantes.
San Juan,
inevitablemente, huele a fin de curso en mi cabeza, a libertad y felicidad, a
colofón de las odiadas clases y a bienvenida del maravilloso verano, que se
presentaba ante ti como el más largo y próspero de tu vida, ya que aún no habías
consumido ni uno solo de sus interminables días. Algo parecido a contemplar en
tus manos el más dulce de los helados al que aún no has pegado el primer
mordisco.
Sinceramente, y sin deseo de restar a nuestros vecinos emeritenses o
de Zafra valor alguno a sus Ferias, no creo que si la Feria de Badajoz se
celebrara en Septiembre tuviera para con los pacenses las connotaciones de
alegría, optimismo, buen humor, cachondeo y buen rollo que irradia la de San
Juan por los cuatro costados.
Hablar de la Feria de San Juan, necesariamente significa
referirse al recinto ferial, al viejo y al nuevo, con la polémica de fondo
relativo a lo bueno y a lo malo del importante cambio que se produjo a finales
de los 90 cuando se trasladó de Valdepasillas al actual recinto de Caya.
Indudablemente el vetusto recinto había quedado pequeño, y el traslado al
enorme espacio supuso un paso natural, que ha otorgado a la Feria de San Juan
una mayor proyección, pues tan importante paso supuso la posibilidad de
aumentar las cifras de visitantes, así como del número de casetas y atracciones
participantes. Pero cierto es que también se materializó el fin del encanto
para una generación, la de los que ahora rondamos la treintena.
Aquella
generación que aún recuerda el gustazo que suponía acercarse a las 16 años
dando un paseo al viejo ferial, sin necesidad de que te llevaran en coche, o de
depender de un autobús o un taxi. Los botellones se hacían en los aledaños, en
“La piedra” como los llamábamos al principio, y en Mapfre como empezó a
denominarse poco después. Y era divertido recorrer aquella suerte de jaurías de
botellones dispersos, junto a los amigos, y encontrar a esta y aquella pandilla
de la ciudad, y charlar un rato con
amiguetes de otros centros o de otros grupos de conocidos.
Una vez
inmersos en la magia de la Feria, todo estaba mucho más localizado y se sentía
más cercano. Recuerdo, aún con risas, lo celebrada que fue la anécdota de los
churros, cuando me enfrenté por primera vez a la no siempre fácil tarea de
plasmar en papel mis primeros recuerdos de la Feria de San Juan. Quedó
inmortalizada en el Diario HOY, el 27 de Junio de 2010, y para siempre en mi
primer libro “Don de Loch Lomond”. Permítanme que la recuerde muy brevemente
para los lectores que aún no la conozcan:
“Tendríamos unos 16 años, y en aquella
edad no comíamos, sencillamente devorábamos. Si nos ponían un buey por delante,
le echábamos un poco de “kétchup” y nos lo jalábamos preguntando qué habría de
postre. Una mágica noche de San Juan, tras haberlo gozado de lo lindo y volver
dando un paseo mientras contábamos batallitas, paramos en una churrería de
Valdepasillas que acababa de abrir hacía pocos minutos. Había una pequeña cola
en donde nos dispusimos mis amigos y yo. Éramos cuatro, y teníamos claro que de
beber íbamos a pedir cuatro chocolates. “¿Cuántos churros vas a querer tu
Enrique?” - me preguntó mi amigo Javi (íntimo mío y de la gula, como quien
suscribe) “No sé, contesté yo… ¿unos diez?” - a todos les pareció bien “Yo también diez…o doce” contestó aquel. El
caso es que cuando nos tocó el turno, el churrero nos
preguntó “¿Qué queréis?” Yo contesté con toda la buena educación del mundo “pónganos,
si es tan amable, cuatro chocolates y sesenta churros” (nuestro voraz apetito
nos recomendó pedir alguno más de la cuenta por aquello de que es mejor que
sobre que no que falte) “¿Sesenta churros?” exclamaron el churrero y toda la
cola al unísono. “Si” contestó mi amigo Javi con toda naturalidad y fingiendo
algo de desgana “es que no estamos muy churreros hoy”. Y es cierto, no lo
estábamos... ¡Sobraron dos!”
Esta simpática anécdota (les
aseguro que es verídica) jamás volvió a producirse desde el traslado al nuevo
recinto de Caya. La considerable distancia, unido a la ingesta de alcohol y al
peligro de caminar de noche, no aconsejan aquello tan nuestro de antaño de
volver dando un paseo, bromeando y charlando.
Podemos afirmar sin ninguna duda
que quizás La Feria de San Juan, tal y
como la entendíamos, dejó de convertirse en algo muy nuestro que se abría a una
concepción de la Feria mucho mayor de lo que la sentíamos y que se nos
escapaba.
Nunca olvidaré la primera vez que acudí junto a mi novia y mis amigos
a conocer “la nueva feria”. Aunque quizás, denominarla como primera vez no sea
el término más acertado... ya que no fuimos. Tras la compra del botellón y el
resto de toda la parafernalia, nos situamos en una de las paradas de autobús
que el Ayuntamiento había dispuesto (No sé si fue exactamente en la Avenida de
Europa o Fernando Calzadilla) el caso es que nada más llegar a la parada
comenzaron a pasar autobuses que se dirigían a la Feria. Escribo “pasaban”
porque no paraba ni uno. Estaban todos completamente hasta las trancas, y era
desesperante observar como pasaban de largo sin ni siquiera detenerse para decirnos
“ahí os quedáis”. La espera comenzó a resultar aburrida, hasta que a alguien se
le ocurrió abrir la primera botella de ron. Cuando quisimos darnos cuenta eran
las cinco de la mañana, como en la canción del inigualable Juan Luis Guerra. Ya
ni siquiera mirábamos si venían autobuses, cuales náufragos en desiertas islas
que han abandonado ya toda esperanza a ser rescatados. El caso es que lo
pasamos muy bien, pero nuestro objetivo de conocer el nuevo recinto resultó
esquivo.
El segundo intento también fue digno
de aparecer en estas líneas. Visto que el día anterior no nos podíamos fiar de
los autobuses, movilizamos a todos nuestros amigos que disponían de auto y
carnet de conducir, que eran bastante escasos, y tras organizarnos como pudimos
y cargados con el botellón pusimos rumbo al nuevo ferial... y acabamos la
mayoría de los ocupantes de los vehículos haciendo de nuevo botellón, tras uno
de los atascos más importantes en los que me he visto envuelto. Finalmente,
tras los comprensibles problemas de organización, conocimos por primera vez la
nueva Feria, que nos dejó aquel sabor agridulce ante la ilusión de lo más nuevo
y el recuerdo de los momentos dejados atrás.
Con los años, evidentemente, dejó
de interesarme el botellón, y son ahora los más jóvenes quienes le dan vida y
forma, como nosotros cuando éramos adolescentes. Ciertamente acudo con muy poca
frecuencia al ferial, pero siempre es agradable pasarse algún día por allí y
dar una vuelta para tomarme mi Cariñena con barquillos escuchando de fondo la
inolvidable locución de los hermanos Pernía.
Es cierto que la magia ya no es la
misma, pero después de todo, el recinto ferial, así como los cacharritos o las
casetas no son solo sino una pieza más del engranaje de la festividad, que
también se celebra en las calles de la ciudad, y no solo en el Casco Antiguo,
con la denominada Feria de Día, sino en todos los barrios.
Personalmente aun no tengo hijos a los que llevar a montarse en los cacharritos, pero me gusta aprovechar la excusa de la Feria para reunirme con amigos y seres queridos y beber y comer un poco más de la cuenta, y disfrutar del buen ambiente que se respira en Badajoz. Porque ya lo saben.
En la Feria de San Juan siempre estoy feliz y de buen humor, sean cuales sean los problemas. Y seguramente la mayoría de ustedes también.
Porque aunque no seamos estudiantes, ni sintamos ya el cosquilleo en el estómago al pensar en las chicas que nos aguardan en la mágica noche de San Juan, ligeras de ropa y con pantalón ajustado, o en los furtivos besos al amanecer, y tantos momentos especiales vividos sobre el polvo del ferial, siempre quedará dentro de nuestro corazón esa sensación de libertad y felicidad.
Ese aroma inolvidable de fin de curso que nos acompañará para siempre en la Feria de San Juan.
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